Provskoye es un pueblo donde todos sus habitantes son
analfabetos y nadie sabe leer ni escribir. El nueve de enero de 1869 del
calendario juliano el termómetro marcaba menos catorce grados centígrados, pero
como la vecindad no conoce los números no entienden muy bien si hace poco o
mucho frío. Se arropan por la costumbre del invierno.
Las casas de madera con sus techos azules y rojos cobijan a numerosos pobladores aunque por la soledad siberiana de sus calles parece lo contrario, un lugar desérticamente blanqueado por la nieve y pintado de álamos negros y abetos.
Entre los aspectos más desoladores está el hecho de no recibir cartas porque nadie las escribe y si llega alguna nadie puede descifrar sus grafismos, por lo que el papel es utilizado para encender las estufas de carbón, igual que el de los pocos periódicos que pueden dejar estrafalarios viajeros. En toda la zona no existe libro alguno y sus moradores desconocen a los grandes genios literarios y sus obras.
Tampoco existe un registro de la propiedad y se da por sentado que la pertenencia es la que es, sin ponerla en duda, porque lo que es de uno es de uno y no es de los demás. Los medicamentos son marcados con ideogramas para no confundirlos.
Nadie puede leer la Biblia y por tanto cada persona reza para sí lo que entiende o quiere sin tener que edificar iglesia alguna. Niños, mujeres y hombres, están igualados en ignorancia.
Su historia no está escrita y sus gentes cuentan oralmente los sucesos más importantes que se van perdiendo con el paso de las generaciones en sus trescientos años de existencia.
Viven de trabajar la tierra
cuando el clima lo permite y cuidan de sus caballos que les sirven para ir a
comprar provisiones al poblado vecino que se aparta medio centenar de
kilómetros.
Una tarde de finales de verano, las nubes esparcidas sobre la estepa del cielo que repartía una luz difusa, algo sorprendente ocurrió. No se trataba de la llegada de la luz eléctrica que aún no estaba inventada o de la máquina de escribir, tampoco la venida de un vehículo con motor de gasolina. No era una gran autoridad ni un profeta.
En el alejado horizonte sobre su montura, lentamente una figura se fue haciendo mayor hasta llegar a la altura de dos aldeanos eternos.
—Es el maestro que viene al pueblo —advirtió el primero.
—Se acabó la tranquilidad.
3 apostillas:
Se acabó la tranquilidad.
Doy fé que tenían razón.
Saludos,
J.
Si iban a "comprar", ello implica una elipsis de información sustancial...(Y perdón por la tiquismiquería...)
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