Casa de acogida

6.4.25


Khaleesi nació con una sonrisa como si el mundo le pareciera un juego amable. Aún no sabía que había llegado a una estación equivocada del destino, una donde los abrazos escaseaban y los gritos sobraban. Su madre, con la voz hecha un susurro y los ojos enturbiados por cicatrices invisibles, apenas la sostenía, pero aun así, la sustentaba.

La enfermera, testigo silente de tantas historias rotas, se dejó seducir por aquella criatura de luz. La niña le sonrió como si la esperanza pudiera prenderse así, de repente, en un parpadeo.

La madre llegó a aquel lugar temblando. No traía nada, salvo miedo y una niña que aún no comprendía el mundo. Allí le ofrecieron algo parecido al cobijo: una manta, un plato caliente, un oído que no juzgaba. Y, sobre todo, tiempo.

Khaleesi, con sus manos pequeñas, tocaba el rostro de su madre como queriendo recordar su forma, como si dijera: no te vayas otra vez. Y la madre amusgó la mirada como quien se protege del sol, comprendiendo que tenía que quedarse, que podía permanecer y que tal vez valía la pena intentarlo.

La casa era modesta, pero el corazón que es como una casa de acogida se le agrandó por dentro. Allí comenzó a construir otro relato: sin golpes, sin voces, sin desaliento. Una pequeña diablura contra la fatalidad.

Porque una consecuencia de hacer siempre lo que otros quieren es que te arrastra un torrente extraño hasta que un día decides y, es esa pequeña libertad, igual a una chispa que lo ilumina todo la que te puede llevar mar adentro.

Y entonces, por primera vez, la mujer miró a su hija a los ojos y sonrió.



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