—¿Es usted el juez que presidirá esta sesión?
—Lo soy —contestó con una serenidad majestuosa— ¿Y usted quién es?
—Soy el fiscal narrador de esta historia.
—Quiero dejarle claro que en este juzgado soy la Ley y nadie está por encima de mí.
—Quiero que tenga en cuenta que soy quien escribe su destino.
El juicio comenzó con las alegaciones por parte de los abogados de los litigantes, quienes expusieron de manera muy subjetiva sus alegatos. El juez los escuchó peripatético y poco entusiasmado. Las defensas presentaron a sus testigos, bien aleccionados sobre qué tenían que responder a sus preguntas y qué no debían decir a la parte contraria.
—Esto parece un espectáculo —apostilló la voz narrativa—, un cenáculo de la probidad.
—Es el procedimiento judicial.
—Los testimonios de esas personas son sesgados y tendenciosos. Vienen instruidos sobre qué deben manifestar.
—Mi deber es escucharlos antes de un pronunciamiento salomónico.
—Ahora entiendo porque llevan toga.
—Sí, por qué —preguntó contrariado—.
—Porque en la judicatura todo es oscuro.
—Le voy a expulsar de la sala.
—No puede. En todo caso podría echarme de su cabeza.
—Pues eso haré. Dejaré de pensar.
—Si lo hace se estará condenado a perder el juicio.
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