Trance
13.9.20
El antojo de aquella mañana fue ir a comprar churros. Mientras la churrera vertía la masa en el aceite hirviendo, quedó como hipnotizado por la espiral que iba formando el tejeringo dentro de la oscura perola, movido por dos palos de madera. Despertó cuando mojaba el churro en el café, después de cincuenta años.
Etiquetas: cuentos de verano, cuentos diminutos
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2 apostillas:
¡Ay, si Proust hubiera conocido las porras...!
Los churros también me hacen soñar. No hay desayuno mejor que los churros, y recuerdo de mi infancia una imagen semejante como lo que cuentas.
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