Alma llegó una mañana cálida de invierno después de viajar por medio continente huyendo, como ave, del frío ártico. Cargada de enseres y zarrapastrosa aterrizó en la placidez hiemal de aquella plaza del sur, llena de verdes y ocres, protegida de los vientos por elevados edificios, con una docena de bancos distribuidos en su perímetro circunvalando un monumento ubicada en el espacio central.
La mujer miró aquella mole de piedra y acero levantada en
honor a las personas errantes y comprendió que ese era su sitio. Lo celebró bebiendo
a morro media botella de vodka.
Al principio su estancia en la plazoleta fue una anécdota
referida solo en el vecindario similar a la de otras gentes que pululaban por
el lugar, paraban unas horas y dejaban papelitos con mensajes en la enorme
pieza escultórica.
En el caso de Alma, a medida que el fenómeno avanzó, el
problema alcanzó niveles épicos de epopeya urbana y la situación despertó el
interés de gran parte de la sociedad poco acostumbrada a ese tipo de espectáculo,
mientras la nómada seguía cantando a las tres de la madrugada, orinando en el basamento
monumental o llamando la atención a todo el que pasaba por su órbita, en
especial los gobernantes, autoridades policiales o cualquier otra persona con ostensión
de poder.
La junta local de seguridad se reunió para aportar soluciones
a tan desdichado suceso, mientras Alma se acogía al derecho constitucional del deambular
libremente por los espacios públicos, algo que ningún juez podía dictaminar en
su contra.
Un funcionario tuvo la feliz idea para acabar con tan
infortunado acontecimiento de eliminar los asientos de la plazuela para que no pudiera
dormir en ellos. La mendiga, entonces resolvió cabecear y refugiarse en la
arboleda, por lo que zanjaron que los arboles fueran cortados.
Alma decidió, ante eso, pernoctar en el escultórico homenaje
a los peregrinantes lo que provocó que, a los pocos días, también fue retirada
toda la estructura de hierros y hormigón, a la espera de una reposición en
fechas más propicias.
La mendicante, impertérrita, se guareció en los soportales
de las construcciones que decidieron derribar ante su persistente presencia.
Sobre las baldosas del suelo dormía Alma que comprobaba
como, con cada despertar, había menos losetas, provocando la desaparición paulatina
de la zona que pasó a ser solamente un recuerdo en la memoria colectiva de la
ciudad.
Y, a día de hoy, allí continúa Alma, robusta y llena de
corporeidad, con sus cacharros y su casa caracol edificada con cartones, igual
que un oso polar en la inmensidad de la nada blanca.