Diego entró a trabajar en una planta de hormigón porque ya tenía edad como para ganarse la vida. Su padre le había buscado aquel empleo después de hablar con uno de los jefes de la empresa con el que mediaba cierta amistad.
Polvo, ruido y sudor. Muchas horas entre rudos operarios pasó Diego hasta comprender que aquello no era los suyo. Claro que el grupo de verbena con el que actuaba como guitarrista cada fin de semana no daba para mantener una casa con dos niñas y una mujer.
Diego pensó en marcharse pero antes decidió que lo echaran para pedir una indemnización. Al menos no se iría con las manos vacías, se dijo. Activó un plan de protestas. Primero fueron unos auriculares para el ruido, después unas mascarillas para el polvo, botas y mono de trabajo nuevo. Los descansos respetarlos. Así hasta elaborar una larga lista de reivindicaciones que le fueron satisfechas. Pero no lo despidieron.
Pasado un tiempo el sector de la construcción de la zona tuvo un periodo que los economistas llaman de rescisión y la empresa comenzó a desprenderse de personal. Diego pensó «esta es la mía» y no fue así. Tras una primera oleada de despidos él continuó en la planta. Las ventas siguieron su descenso y aumentó el personal que fue a la calle, pero Diego permaneció allí ante el inminente cierre de la empresa.
Un día fue citado junto al último compañero que permanecía contratado. Diego, al fin, sabía lo que se avecinaba y esperaba desde hacía tiempo. Un ejecutivo les ofrecía dos alternativas: despido e indemnización o traslado. El otro obrero escogió por la segunda opción. Diego eligió la indemnización.
La empresa trasladó al compañero de Diego a una planta filial que estaba a 300 kilómetros de distancia. A Diego lo dejó, hasta el día de hoy, como único empleado y jefe del empleo del que siempre quiso marcharse.
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