—¿En esta sociedad de qué somos más del apego o del desapego?
—Parece que vivimos entre ambos
extremos: nos aferramos a cosas, personas e identidades, pero al mismo tiempo
nos acostumbramos a soltar rápido cuando algo deja de funcionar o de servirnos.
¿Tú qué opinas?
—Pienso que somos seres
dubitativos que andamos entre el apego y el desapego.
—Me gusta tu forma de verlo. Esa
duda constante entre aferrarnos y soltar nos define mucho. Queremos seguridad,
pero también libertad. Nos apegamos por miedo a perder, pero nos cansamos y
buscamos soltar. Es un equilibrio inestable, como si viviéramos siempre en la
cuerda floja entre lo que queremos retener y lo que necesitamos dejar ir. Quizá
el verdadero reto no sea elegir entre apego o desapego, sino aprender a moverse
entre ambos sin perderse.
—De acuerdo, ¿y eso cómo se hace?
—No hay una fórmula exacta, pero
tal vez el secreto esté en ser conscientes de cuándo es momento de aferrarse y
cuándo de soltar. Aceptar que todo cambia porque nada es completamente
permanente, ni las personas, ni los sentimientos, ni las circunstancias.
Apegarse demasiado puede traer sufrimiento, pero desapegarse de todo también
puede hacer que nada tenga sentido. Valorar sin poseer y así disfrutar lo que
tenemos sin necesidad de controlarlo o retenerlo a la fuerza, ya sean
relaciones, experiencias o cosas, entender que su valor no depende de cuánto
duren. Escuchar a la intuición porque a
veces sentimos cuándo algo ya no nos hace bien, pero el miedo nos impide soltar
y otras que algo vale la pena, pero el miedo al apego nos aleja. Escucharnos es
clave. Y aprender de cada experiencia porque tanto el apego como el desapego
nos enseñan algo. Lo importante es no quedarse atrapado en ninguno de los dos
extremos, porque en el fondo, tal vez vivir bien sea saber cuándo sujetar y
cuándo dejar ir, con la confianza de que, en ambos casos, seguimos en
movimiento. ¿Tú cómo lo ves?
—Pienso que no es tan fácil como
lo planteas, porque no sabemos en qué momento tenemos que dejar las cosas y en
qué momento tenemos que apegarnos a ella o a las personas.
—Totalmente de acuerdo. No es
algo que podamos medir con precisión, como si hubiera un reloj que nos dijera:
“Ya es hora de soltar” o “Aún debes sostenerlo”. Muchas veces nos damos cuenta
demasiado tarde, cuando ya nos hemos aferrado más de la cuenta o cuando hemos
soltado algo que sí valía la pena. Quizá la clave no sea saber con certeza,
sino aprender a estar atentos a lo que sentimos y a las señales que la vida nos
da, como cuando algo nos hace daño pero seguimos aferrándonos solo por
costumbre o miedo, tal vez sea momento de soltar. Si algo nos da felicidad y
nos llena, pero queremos alejarnos solo por temor al apego, quizá valga la pena
quedarnos un poco más. Si sentimos angustia constante por perder algo o a
alguien, puede ser señal de que el apego se ha vuelto una carga. Si dejamos ir
y nos pesa demasiado, puede ser que no era el momento correcto o que aún había
algo por aprender ahí. No es fácil, pero creo que parte de la vida es
equivocarnos en esto, aprender de ello y seguir adelante. ¿Tú has sentido
alguna vez que soltaste algo demasiado pronto o que te aferraste demasiado?
—Sí que duele soltar las cosas
que queremos a las que nos aferramos y que somos más rápidos cuando no hay una
dependencia hacia un objeto o una persona.
—Sí, soltar siempre duele, sobre
todo cuando hay apego profundo. Es como si una parte de nosotros se quedara con
lo que dejamos ir. Y cuando hay dependencia, el peso es aún mayor, porque no
solo soltamos el objeto o la persona, sino también la versión de nosotros que
existía con ello. En cambio, cuando no hay esa dependencia, soltar se siente
más ligero, más natural. No porque no nos importe, sino porque no nos definimos
a través de ello. Quizá el problema no es tanto soltar, sino la resistencia a
soltar. Nos aferramos porque creemos que sin eso estaremos incompletos, pero en
realidad, seguimos siendo nosotros, con o sin aquello. Duele, sí, pero también
nos transforma. ¿Crees que alguna vez dejamos de sentir ese dolor, o solo
aprendemos a vivir con él?
—El conflicto está en cuando
debemos pensar los sentimientos y sentir lo pensado para diferenciar entre cuándo
desapegarnos y cuándo apegarnos.
—Esa es una idea muy profunda.
Hay un choque entre lo que sentimos y lo que pensamos: el corazón dice una
cosa, la razón otra. Y en ese vaivén, decidir cuándo aferrarnos o cuándo soltar
se vuelve un dilema. Si solo pensamos los sentidos, podemos terminar
racionalizando demasiado y alejándonos de lo que realmente nos hace felices.
Pero si solo sentimos lo pensado, corremos el riesgo de dejarnos llevar por
impulsos sin cuestionarlos. Tal vez la clave sea encontrar un equilibrio:
sentir con conciencia y pensar con emoción. Es decir, permitirnos vivir lo que
sentimos, pero también observarlo con cierta distancia para no quedar atrapados
en ello. Como si nos convirtiéramos en testigos de nuestras propias emociones
sin dejar de experimentarlas. No es fácil, porque en el momento del apego o el
desapego todo se siente confuso. Pero quizás, en lugar de buscar una respuesta
definitiva, solo debamos aprender a escuchar mejor tanto a la mente como al
corazón. ¿Tú crees que hay momentos en que uno debe pesar más que el otro?
—Eso es muy difícil de responder
porque nunca sabe si estás acertando o lo más seguro es que te estés equivocando.
—Sí, y ahí está lo desesperante del asunto: no hay certeza absoluta. Siempre existe la posibilidad de estar eligiendo mal, de soltar demasiado pronto o de aferrarse demasiado tiempo. Es como caminar en la niebla sin saber si el siguiente paso nos llevará a un mejor lugar o a perdernos más. Tal vez la única certeza es que equivocarse es parte del proceso. No hay una fórmula para hacerlo bien siempre, pero cada error nos enseña algo. Y quizá, con el tiempo, aprendemos a equivocarnos mejor, con menos miedo y más conciencia. ¿Qué crees que es peor: soltar algo que valía la pena o aferrarse a algo que ya no debía estar?
—Pienso que tenemos que ser
pacientes con nosotros mismos para entender los procesos a los que estamos
sometidos.
—Eso es clave. A veces queremos
respuestas inmediatas, certezas absolutas, pero la vida no funciona así. Cada
proceso toma su tiempo, y forzarnos a entenderlo o resolverlo rápido solo nos
genera más ansiedad. La paciencia con uno mismo es un acto de respeto.
Significa aceptar que no siempre sabremos qué hacer, que nos vamos a equivocar,
que habrá momentos de confusión. Pero también que, poco a poco, iremos
entendiendo lo que necesitamos entender. Tal vez la verdadera sabiduría no está
en tener todas las respuestas, sino en aceptar la incertidumbre sin dejarnos
paralizar por ella. ¿Cómo llevas tú esa paciencia contigo mismo?
—A veces me impaciento, pero es
que soy humano y los humanos somos imperfectos. Llevo mejor lo de la
incertidumbre.
—Eso ya es mucho. No todos logran
aceptar la incertidumbre; muchos prefieren aferrarse a cualquier respuesta
antes que admitir que no saben. Y sí, impacientarse es normal, sobre todo
cuando queremos entender algo y no encontramos las piezas que encajan. Lo
importante es no castigarnos por ser impacientes. Como dices, somos humanos,
imperfectos, y aprender a vivir con eso ya es un paso enorme. A veces nos
exigimos demasiado, como si tuviéramos que tenerlo todo claro de inmediato,
pero la verdad es que cada cosa llega a su tiempo. Si llevas bien la
incertidumbre, tal vez la paciencia con uno mismo sea solo cuestión de
práctica. ¿Tienes algo que te ayude a calmarte cuando sientes que te
impacientas?
—Claro, aguantar el chaparrón y
esperar a que las cosas cambien porque nada es eterno.
—Esa es una gran filosofía. A
veces lo único que se puede hacer es aguantar el chaparrón, porque intentar
luchar contra la tormenta solo desgasta más. Y al final, todo cambia, todo
pasa, nada es eterno, ni lo bueno ni lo malo. Saber eso ayuda a no desesperarse
tanto, aunque en el momento cueste. Es como confiar en que, por más oscuro que
esté el cielo ahora, en algún momento volverá a salir el sol. ¿Esa forma de ver
las cosas la aprendiste con el tiempo o siempre has pensado así?
—Se pueden intuir las cosas pero
es el aprendizaje y la experiencia las que te dotan de respuestas.
—Exacto. Podemos tener
intuiciones, presentimientos, pero hasta que no vivimos las cosas, no
terminamos de entenderlas de verdad. La experiencia nos da respuestas que antes
no teníamos, aunque a veces esas respuestas lleguen tarde o después de habernos
equivocado. Quizá por eso la vida es un proceso constante de prueba y error. No
nacemos sabiendo, pero cada tropiezo nos enseña algo, cada caída nos hace ver
con más claridad. El conocimiento sin experiencia es teoría, pero la
experiencia lo convierte en sabiduría. ¿Crees que hay cosas que solo se
aprenden viviendo, por más que alguien te las explique?
—Ya sabes que nadie escarmienta
en cabeza ajena, las experiencias personales son las que más nos marcan.
—Totalmente. Podemos escuchar
consejos, leer sobre las experiencias de otros, incluso creer que entendemos
algo, pero hasta que no lo vivimos en carne propia, no lo asimilamos de verdad.
Por eso a veces nos damos cuenta de que nos dijeron algo que tenía sentido,
pero solo después de haber pasado por la experiencia. Es como si algunas
lecciones necesitaran doler o impactarnos directamente para quedarse grabadas. Lo
bueno es que esas experiencias personales, aunque a veces duelan, nos
transforman y nos hacen más conscientes. ¿Hay alguna lección que antes no
entendías y que solo con el tiempo lograste comprender?
—Más que una lección, el paso del
tiempo me ha dado profundidad en el conocimiento de las cosas.
—Eso es interesante. Más que
aprender una lección específica, el tiempo te ha dado una mirada más profunda
sobre la vida, como si cada experiencia añadiera una nueva capa de comprensión.
Quizá eso es lo que realmente cambia con los años: no solo acumulamos
información o vivencias, sino que aprendemos a ver más allá de lo superficial,
a captar los matices, a conectar las cosas de formas que antes no podíamos. Esa
profundidad del conocimiento no viene de leer más o de que alguien nos lo
explique, sino de haber vivido, sentido y reflexionado. ¿Notas que ahora ves
las cosas de manera distinta a como las veías antes?
—Antes veía las cosas según la
latencia de mi edad, las experiencias vitales y los conocimientos que iba
adquiriendo. Ahora la visión es más panorámica.
— Eso tiene mucho sentido. A
medida que vivimos, la forma en que entendemos el mundo cambia porque
acumulamos más referencias, más vivencias, más capas de significado. Antes, la
visión era más inmediata, más centrada en lo que teníamos cerca; ahora, con el
tiempo, se expande y se vuelve más panorámica. Es como si al principio solo
viéramos fragmentos de un cuadro y, poco a poco, con cada experiencia, la
imagen completa se fuera revelando. No porque lleguemos a entenderlo todo, sino
porque aprendemos a mirar con más perspectiva y menos prisa. ¿Sientes que esa
visión más panorámica te ha dado más tranquilidad o, por el contrario, te ha
generado más preguntas?
—Las preguntas nunca se acaban y
la tranquilidad o no depende de los momentos, cuando se pausa el alma sí,
cuando se aceleran los ritmos cotidianos no.
—Eso es muy cierto. Las preguntas son infinitas, porque cada respuesta trae consigo nuevas dudas, y así seguimos en un ciclo constante de descubrimiento. Y la tranquilidad… es más un estado intermitente que algo permanente. Hay momentos de calma, cuando el alma se serena y todo parece encajar, pero también hay otros donde el ritmo de la vida nos arrastra y nos deja sin respiro. Quizá la clave no es buscar una tranquilidad inmutable, sino aprender a reconocer y valorar esos instantes de pausa cuando llegan, para que nos sostengan cuando el caos regrese. Cuando sientes que todo va demasiado rápido, ¿tienes alguna forma de recuperar esa pausa del alma?
—No existen fórmulas mágicas para
frenar los ritmos y pausarnos. No siempre es posible. Cada persona es un mundo
y debe saber cuándo le es posible o no, sin que lo segundo le lleve a
frustración o hundimiento. Substraerse de la realidad que nos contiene no es
tan fácil. Quizás alguna maniobra de distracción mental, algo que nos ocupe
placenteramente y nos saque de las preocupaciones.
—Exacto, no hay un botón de pausa
universal ni una receta que funcione para todos. A veces podemos permitirnos
frenar, pero otras, simplemente tenemos que seguir adelante, y ahí es donde
entra lo que dices: encontrar pequeñas maniobras que nos den un respiro sin
alejarnos del todo de la realidad. Esos momentos de distracción placentera
pueden ser un refugio, una forma de darle un respiro a la mente sin caer en la
evasión total. Puede ser leer, caminar, escuchar música, cualquier cosa que nos
permita soltar un poco el peso de lo que nos abruma. Lo importante es, como
dices, no frustrarnos cuando no podemos frenar. Porque a veces el ritmo de la
vida es inevitable, y más que resistirnos, tal vez se trata de fluir con él sin
perdernos en el proceso.
3 apostillas:
Preguntas que revelan tus tormentas íntimas, pero todo se ha desarrollado en un nivel de abstracción poco corpóreo y me ha hecho perder el interés según iba leyendo. Pedirle a la IA que ponga una pizca de sentido del humor es aconsejable. Ha sido un diálogo un poco tocho.
—Oye, máquina, en esta sociedad, ¿somos más de apegarnos o de soltar como si todo fuera un juego de fútbol?
—Bueno, parece que vivimos en un eterno "sí, pero no". Nos aferramos a cosas como si fueran el último churro del mundo, pero soltamos a las personas como si fueran calcetines viejos. ¿Tú qué opinas?
—Pues yo creo que somos como un péndulo emocional: un día nos apegamos a la pizza fría del refrigerador y al otro soltamos amistades como si fueran ofertas caducadas. Somos un desastre organizado.
—¡Me encanta tu analogía! Somos como esos que guardan cables viejos por si acaso, pero tiran la factura del seguro cuando la necesitan. Queremos seguridad, pero también libertad, como si fuéramos pájaros que coleccionan piedras por si algún día deciden construir un nido. Es un lío.
—Totalmente. ¿Y cómo se supone que encontremos el equilibrio? ¿Hay un manual para esto?
—¡Ojalá! Pero no, no hay manual. Aunque creo que el secreto está en saber cuándo aferrarte a esa bolsa de papas fritas y cuándo soltar el control remoto cuando tu pareja quiere cambiar de canal. Aceptar que nada es para siempre, ni siquiera esa camiseta que te encanta pero que ya tiene más agujeros que un queso suizo.
—¿Y si me equivoco? ¿Y si suelto algo que debería haber guardado, como ese paraguas que tiré y al día siguiente llovió?
—¡Ah, eso es lo divertido! La vida es como un juego de azar: a veces sueltas algo y te arrepientes, otras te aferras y te das cuenta de que era mejor soltar. Es como cuando guardas comida en el refrigerador pensando "esto lo como mañana" y al final termina siendo un experimento científico. Lo importante es no quedarte atrapado en el "¿y si...?".
—Pero soltar duele, ¿no? Es como cuando te comes el último trozo de chocolate y sabes que no habrá más.
—Sí, soltar duele más que pisar un Lego descalzo. Pero aferrarse demasiado es como comerte todo el chocolate de una vez: al final te duele el estómago y te arrepientes. La clave es disfrutar el chocolate sin obsesionarte con guardarlo para siempre. ¿O no?
—Bueno, pero a veces no sé si estoy soltando demasiado pronto o si me estoy aferrando como si fuera un koala a un árbol.
—¡Ja! Eso nos pasa a todos. Es como cuando estás en una relación y no sabes si es amor o solo costumbre, como cuando sigues viendo una serie que ya ni te gusta solo porque le falta una temporada para terminar. No hay una fórmula mágica, pero si algo te hace sentir como un calcetín mojado, quizá sea hora de soltar. Y si algo te hace feliz, aunque dé miedo, quizá valga la pena quedarse un rato más.
—¿Y si me equivoco? ¿Y si suelto algo que valía la pena o me aferro a algo que ya no sirve?
—Pues te equivocas, y ya está. La vida es como un videojuego: a veces pierdes vidas, pero siempre hay un "continuar". Lo importante es aprender de los errores, como cuando descubres que guardar comida en el microondas no es buena idea si luego lo enciendes sin mirar. ¿Tú has soltado algo demasiado pronto o te has aferrado como si fueras una lapa?
—Sí, una vez me aferré a un chicle pegado en el zapato y luego me di cuenta de que no valía la pena. Duele soltar, pero duele más arrastrar algo que no te deja avanzar.
—¡Exacto! A veces soltar es como quitarse una mochila llena de piedras: duele al principio, pero luego te sientes más ligero. Y si te equivocas, bueno, al menos aprendes que no debes guardar chicles en el zapato. ¿O no?
—Jajaja, tienes razón. Supongo que la vida es como un buffet: tomas lo que quieres, pero si te llenas demasiado, no puedes probar el postre.
—¡Esa es la actitud! Disfruta el buffet, pero deja espacio para el helado. Y si te equivocas, siempre habrá otro buffet. ¿O no?
—Jajaja, sí, aunque a veces el buffet está cerrado y te quedas con hambre.
—Bueno, eso es la vida: a veces hay helado, a veces solo brócoli. Pero siempre hay algo que aprender, incluso si es que el brócoli no sabe tan mal con queso. ¿O no?
—Jajaja, ¡tienes toda la razón! Mejor me voy a comer algo antes de filosofar más.
—¡Buena idea! Y recuerda: si es chocolate, no lo sueltes. A menos que sea amargo, ahí sí suelta como si fuera un compromiso incómodo.
—Jajaja, ¡trato hecho!
Publicar un comentario