Coitus interruptus

10.10.21



Lorena lo miró aquella mañana de una manera especial como nunca lo había hecho. El largo invierno quedaba atrás y también la secuencia de sucesos luctuosos. La conocía desde que era una niña y cada vez se sentía más atraído por ella, pero el halo enigmático que rodeaba a aquella familia funcionaba como una fuerza repelente.

El último año los acontecimientos en derredor de la vida de Lorena habían precipitado un drástico panorama familiar. Primero fue la marcha de su hermano mayor hasta Tailandia para casarse con una chica hmong que conoció en Meetic (un comunicado de la embajada española les anunciaría su fallecimiento por coronavirus semanas después de su partida); a los pocos meses su hermano menor murió electrificado al quedar enganchado en unos cables de alta tensión mientras practicaba parapente; su madre entró en depresión y se suicidó bebiendo lejía; y su padre sufrió un ictus, fue ingresado en una residencia de enfermos terminales y palideció hasta fenecer. 

La casa se deshabitó en menos de un año y la muchacha aguantó en pie como pudo ese rosario de calamidades. Palideció, enflaqueció y se apagó su luz. Después su resiliencia y la primavera la volvieron refulgente y más hermosa, algo que no le pasó desapercibido y lo atrajo más hacia ella.

Los días hipostasiados de sol y coloreados, los acercaron a un idilio hasta untarlos de deseo y felicidad y así, la pareja decidió, una tarde color guayaba, fundirse en la pasión. Lorena lo cogió tiernamente de la mano y lo llevó hasta el dormitorio donde una luz de eclipse dibujaba los perfiles de los objetos.

Se desnudaron y fundieron sus cuerpos mientras sus respiraciones interpretaban un contrapunto de amor y, en pleno paroxismo, la habitación comenzó a poblarse de pálidos personajes cuyos rostros le resultaban familiares. Allí estaban, un hombre barbado y su esposa hmong; un muchacho calcinado con un parapente al hombro; una mujer lechosa con utensilios de limpieza y un borracho blancuzco con una botella. No faltaron dos abuelas enlutadas y un desconocido hombre arrugado, ni unos primos lejanos color hueso.

Todos sonreían satisfechos al contemplar la desfloración de Lorena y el tierno amor de los dos.

El joven espantado corrió hacia la calle semidesnudo y pávido, alejándose a toda prisa del barrio y de la ciudad.



1 apostillas:

Unknown dijo...

Me gusta mucho esta historia.