Ningún final es bueno aunque existan buenos finales:
«Llegué a la última página justo cuando el tren salía. De vez en cuando, en los días de viento, bajaba hasta el lago, y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida. Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos… Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado. Y no eran más que una delgada capa, entre otras muchas, de las impresiones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente, son tan fugitivos como los años. Llegaban, cantando, once niñas ciegas del orfelinato de Julio el Apostólico. Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras. Vivos o muertos, yo les dedico estas páginas. Vale.»