Conocí en cierta ocasión a dos personas, una creyente y de pensamiento conservador y la otra, agnóstica y liberal. Ambas solía entablar largas y pacíficas discusiones sobre sus puntos de vista, diametralmente opuestos, de la realidad. Nunca dejaron de saludarse, ninguna le deseo mal a la otra ni hizo nada por dañarla y mantuvieron su amistad largo tiempo.
En cambio cada una de ellas hubo de padecer lo suyo, precisamente, entre los correligionarios de sus ideas, aquellos que se suponían más cercanos a lo que ellos pensaban y con lo que estaban de acuerdo. Ambas aprendieron, entonces, a medir al resto de los humanos no por sus proclamas, no por aquello que decían que eran, sino por cómo actuaban.
Cada mañana nos vestimos con un traje de bonitas palabras que lucimos todo el día, pero es al anochecer cuando estamos desnudos y sólo llevamos puesto aquellos actos cometidos.
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