Hoy en día cuando alguien dice voy al quiosco no va a buscar ya periódicos ni chucherías. Busca sombra o pausa, sentarse un rato bajo aquel árbol frondoso en el centro de la plaza, ese cuyas hojas susurran noticias del ayer y cuyo tronco cruje como si leyera en voz baja. Los vecinos lo llaman el árbol de Marcelo, aunque no todos recuerdan por qué.
Nadie pudo explicarlo del todo, pero lo cierto es que una mañana el templete ya no estaba. En su lugar, un exuberante magnolio creció como si siempre hubiese estado ahí, con raíces profundas y ramas que se inclinaban suavemente sobre los bancos. Las revistas habían desaparecido, pero aún quedaba en el aire un leve olor a tinta y a papel viejo. Los pájaros cantaban nombres de noticias y los niños recogían hojas que contaban cuentos al tocarlas. Hubo quienes recordaban el principio. Julia, una vecina del barrio, que juraba haber sido la primera en notarlo: «¡Marcelo, te estás poniendo verde!», le gritó entre risas.
Pero no era broma, el quiosquero perpetuo,
empezó a sentir que algo en él se soltaba en el tiempo. Su piel se endureció
como corteza, y sus pies, acostumbrados a pisar siempre el mismo suelo,
comenzaron a hundirse con suavidad en el subsuelo, como si la tierra lo llamara.
De su pecho nacían ramas finas y de sus silencios brotaban hojuelas. Y sin
embargo no tuvo miedo. Solo una extraña paz, una certeza vegetal que lo
abrazaba desde dentro. Por primera vez en décadas, Marcelo no esperaba a nadie.
Solo crecía.
Antes de ese momento inexplicable, fue parte del paisaje. Desde su cubil vio crecer al barrio, hoja a hoja, año tras año. Recordaba a los críos que venían a por chicles y cromos de futbolistas, jubilados que repasaban titulares sin terminar nunca de leerlos, coleccionistas de promociones raras. Él estaba allí, día tras día, como un reloj que nadie mira y que a todos es necesario.
No hablaba mucho, ni salía del quiosco. Se hizo invisible a fuerza de estar ahí. Una figura más entre el cartón, el tabaco y los titulares. Y, sin embargo, desde ese pequeño cubículo de aluminio y cristal, Marcelo guardaba los secretos del barrio, como un archivo viviente. Nadie lo supo entonces, pero en él germinaba ya la semilla del árbol que habría de venir. Porque, a veces, quien permanece mucho tiempo en el mismo lugar, termina echando raíces.
1 apostillas:
Mi problema ha de ser, entonces, que nunca permanezco mucho tiempo en ningún lado, ni con nadie al lado...
Saludos,
J.
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