La vida, a veces, solo parece un juego de idiotas.
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Escribimos para no dejar de ser quienes somos.
G. Deleuze:
«Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo...»
Thomas Szasz:
«Si tú hablas a Dios, estás rezando; si Dios te habla a ti, tienes esquizofrenia. Si los muertos te hablan, eres un espiritista; si tú hablas a los muertos, eres un esquizofrénico»
Chuang Tse:
«Aquel que con inocencia viene y con sencillez se va»
Marco Aurelio:
«Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo»
Albert Camus:
«La gente nunca está convencida de tus razones, de tu sinceridad, de tu seriedad o tus sufrimientos, salvo sí te mueres»
Charles Caleb Colton:
«Hasta que hayas muerto no esperes alabanzas limpias de envidia»
León Tolstoi:
«A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa»
Voltaire:
«La duda no es un estado demasiado agradable pero la certeza es un estado ridículo»
Mahmoud Al-Tahawi:
«La perfección es el pecado de los vanidosos. La torpeza la virtud de los indefensos»
Fénelon:
«Huye de los elogios, pero trata de merecerlos»
Antón Chéjov:
«Las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio»
Bukowski:
«Que no te engañen, chico. La vida empieza a los sesenta»
2 apostillas:
La mitad de la humanidad considera a la otra media como un conjunto de idiotas y viceversa.
Este aforismo condensa, con irónica lucidez, una intuición existencial que ha atravesado siglos de pensamiento y creación literaria. Bajo su aparente sencillez, esta frase guarda una crítica feroz a la búsqueda de sentido en un mundo que, con frecuencia, se muestra caótico, injusto o simplemente incomprensible. La noción de vida como farsa, como relato absurdo contado por sujetos limitados, encuentra ecos claros en la obra de William Shakespeare, particularmente en Macbeth, y en William Faulkner, quien reelabora ese legado desde la descomposición narrativa de la modernidad.
En el monólogo más sombrío de Macbeth, tras la muerte de Lady Macbeth, el protagonista pronuncia una de las más devastadoras definiciones de la existencia:
“La vida no es más que una sombra que camina, un pobre actor que se pavonea y se agita una hora sobre el escenario, y del que luego no se vuelve a oír nada. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada.” (Macbeth, V, 5)
Aquí, Shakespeare describe la vida no solo como efímera, sino como inherentemente absurda: es teatro sin propósito, una actuación ridícula, y lo más inquietante, narrada por un idiota, es decir, por una conciencia incapaz de comprender o transmitir sentido. Esta visión anticipa la noción moderna del sinsentido vital, donde la acción humana se vuelve caricatura y el lenguaje no alcanza a redimir el vacío.
Más de tres siglos después, William Faulkner toma este mismo pasaje como inspiración para titular su novela The Sound and the Fury (El ruido y la furia, 1929), en la que lleva al extremo la idea del relato como forma fallida de comprensión. La obra se abre con la voz de Benjy, un personaje con discapacidad cognitiva, cuya experiencia del mundo está marcada por el desorden temporal, la confusión perceptiva y la emocionalidad fragmentada. A través de esta voz, Faulkner muestra cómo la vida, lejos de seguir una lógica lineal o racional, se percibe como un flujo caótico de estímulos, recuerdos y emociones sin anclaje.
Benjy, como encarnación del “idiota” shakespeariano, no comprende ni narra: siente. Y ese sentir expone una verdad profunda: que lo humano, muchas veces, no encuentra el lenguaje para decirse. La novela, en su conjunto, ofrece una crítica demoledora a la decadencia de los valores tradicionales, el desmoronamiento del tiempo narrativo y la imposibilidad de estructurar una identidad coherente.
En este contexto, el aforismo “La vida, a veces, solo parece un juego de idiotas” puede leerse como una síntesis mordaz de la tradición trágica. En vez del “cuento contado por un idiota” o del “ruido y la furia” que no significan nada, la vida es aquí un “juego” —palabra que implica reglas, azar, competición o destino— donde los jugadores ignoran su papel, sus objetivos o sus consecuencias. El uso del término “idiotas” refuerza la idea de que no hay sentido intrínseco, y que quienes participan —consciente o inconscientemente— lo hacen desde una ceguera estructural.
Esta visión no es necesariamente nihilista. Puede también leerse como una invitación a despertar de la farsa, a dejar de jugar mecánicamente y buscar formas nuevas de existir, donde la lucidez y la ética sustituyan a la repetición y al autoengaño.
Desde la tragedia isabelina hasta la novela modernista, pasando por la aforística contemporánea, la sospecha de que la vida carece de un sentido pleno ha sido una constante en la historia del pensamiento literario. Shakespeare, con su teatro del absurdo humano, y Faulkner, con su novela de voces rotas, no hacen sino preparar el terreno para que, siglos después, un aforismo pueda decirlo todo en una línea: que la vida, a veces, parece un juego de idiotas. La cuestión, entonces, no es si lo es, sino qué haremos con esa sospecha: repetirla sin pensar… o convertirla en la chispa de otra manera de vivir.
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