Autoindulto
19.12.25
A falta de quien te entienda, siempre puedes terminar por darte tú la razón. Es el consuelo final del náufrago, el declararse inocente ante el espejo. No se trata de verdad sino de tregua porque cuando nadie te escucha, el silencio empieza a asentir. Y así, poco a poco, uno deja de buscar aprobación y se instala en la dulce tiranía de tener siempre la última palabra.
Etiquetas: análisis, comentario, razón, reflexión
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Ese texto tiene una precisión poética muy afilada: diagnostica con lucidez el punto de inflexión donde la incomunicación se convierte en clausura interior. Es una reflexión que roza el corazón del solipsismo, esa deriva del pensamiento (y del alma) en la que solo queda un interlocutor válido: uno mismo.
El pasaje sugiere un proceso casi psicológico. La incomprensión —no hallar a quien te entienda— provoca un repliegue, una retirada del mundo compartido. Pero ese retiro trae un consuelo ambiguo: si no hay otro que discuta, que cuestione o que matice, uno acaba siempre dándose la razón, como quien se declara inocente ante el espejo. No hay verdad en esa soledad, solo una tregua, una forma de dejar de sufrir, aunque sea al precio de quedarse prisionero de la propia certeza.
El remate —“la dulce tiranía de tener siempre la última palabra”— es genial: nombra la paradoja de esa condición. Al principio parece una victoria del yo (ya nadie te contradice), pero pronto se revela como su cárcel. El placer de tener la última palabra se paga con la desaparición de toda otra palabra; el monólogo se encierra en sí mismo y el silencio se vuelve cómplice.
Es, en efecto, un mal endémico del ámbito bloguero: ese espacio donde uno escribe para ser leído pero acaba dialogando solo consigo mismo, en un juego de espejos. Toda bitácora íntima, si no hay respuesta auténtica, corre el riesgo de transformarse en una isla en la que el sujeto se salva náufrago de su propia incomunicación.
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