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Confirmación

3.12.10



Sumaba diez años de edad. Durante toda la semana apenas habíamos tenido clases regulares preparando la ceremonia del viernes. Nos explicaron muchas cosas: unas no las entendimos y a otras apenas si les prestamos atención. La palmada que debían darnos en la cara, junto a la lista de pecados inconfesables, fue el tema más comentado.

La chiquillería estaba más concentrada en el juego y más pendiente de que sonara el timbre –vibrante onomatopeya de libertad– para salir al recreo o volver a casa, que de todo aquel discurso adormecedor de la religión y de los curas.

Tras la solemne ceremonia donde recibíamos al Espíritu Santo y éramos nombrados soldados de Cristo, nos dieron libre el resto de la mañana. Como era pronto para volver a casa, deambulé por las calles, limpio de maldades infantiles e insuflado de un espíritu contemplativo.

Al pasar por un parque, en un recodo, escondida una pareja de jóvenes se besaba con pasión. El descubrimiento me sobresaltó y me alejé. Convulso por el choque entre estar en gracia divina o mirar el deseo de la vida de frente, volví sobre mis pasos a mirar la escena vedada para un infante. Fue la confirmación del deseo vital en mí sobre la irrazón.