Filosofías

18.7.14



Pepe, ‘el macho’—nunca supe el porqué del apodo—, nos visitaba de tarde en tarde. Era un compañero de trabajo a quien mi padre tenía especial aprecio, supongo que por su honestidad. Dicharachero y alegre, un cáncer se lo llevó con treinta y pocos años. Su imagen, con el pasar del tiempo, se me ha ido diluyendo y casi me borró su rostro, pero aún recuerdo algo que solía repetir: «No creo en cosas extraordinarias o trascendentes como el más allá o los seres divinos. Las cosas cotidianas, por sí mismas, ya me parecen una maravilla». Aquello tan enigmático para mi mente infantil entonces, es hoy un corolario desde el que leo mi vida.



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